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Archive for enero 2020



La última entrevista fue triste.
Yo esperaba una decisión imposible:
que me siguieras a una ciudad extraña
donde sólo se había perdido un submarino alemán
y tú esperabas que no te lo propusiera.
Con el vértigo de los suicidas
te dije: « Ven conmigo» sabiéndolo imposible
y tú -sabiéndolo imposible- respondiste:
«Nada se me perdió allí» y diste la conversación
por concluida. Me puse de pie
como quien cierra un libro
aunque sabía -lo supe siempre-
que ahora empezaba otro capítulo.
Iba a soñar contigo -en una ciudad extraña-,
donde sólo un viejo submarino alemán
se perdió.
Iba a escribirte cartas que no te enviaría
y tú, ibas a esperar mi regreso
-Penélope infiel- con ambigüedad,
sabiendo que mis cortos regresos
no serían definitivos. No soy Ulises. No conocí
Itaca. Todo lo que he perdido

«Inmovilidad de los barcos» 1997

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Una ventana…

Esperaré paciente,
acechando, como un perro, el momento.
O me iré por la selva de tus versos
abriéndome camino lentamente
por ocultos senderos,
por pequeños resquicios
que has dejado entreabiertos
Clara Janés

viento

Andrew Wyeth

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“Hace unos días asistí al funeral de una excelente persona muy querida por cuantos la conocieron. La parroquia estaba más bien mohína, como es razonable, hasta que comenzó el sermón. Entonces nos pusimos tristísimos. El buen cura vino a decir que lo mejor que puede hacerse en esta vida es morirse, porque de inmediato nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un alegre y vertiginoso incendio. Lo cual está muy bien, pero lo presentaba como algo estrictamente espiritual. Solo nuestra parte inmaterial pasaba a formar parte de tan colosal luminosidad. Ni una palabra dijo sobre la parte carnal. Ahora bien, sin la resurrección de la carne, la Gloria eterna, se queda en un cursillo de filosofía platónica, o, a todo tirar, hegeliana, dos potentes pensamientos ateos. Sin la resurrección de la carne, la promesa católica de inmortalidad se reduce a tener portal en un Internet eterno.

Mientras escuchaba las palabras del bondadoso sacerdote, me vinieron a la cabeza espeluznantes imágenes de una película de Dreyer, la sublime “Ordet” (La Palabra): cuando el personaje chiflado que todos creen mudo se enfrenta al cadáver de su cuñada y comienza a balbucear con voz cada vez más tonante hasta que, fuera de sí, aúlla las terribles palabras y ordena a la muerta que resucite. Al tiempo de caer desvanecido, la mujer se incorpora. Creo recordar que las flores que cubrían su cuerpo resbalan hasta el suelo volando con la lentitud de una sumisión reticente.

Católicos no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne. No os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y solo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las malas personas. En fin, ver los ojos y no únicamente la luz”.

Féliz de Azúa (El País 21-VI-2000)

 

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Dostoievski es un titán de la literatura, y en cierta forma eso puede ser el beso de la muerte, ya que se vuelve fácil verlo como a uno más entre los autores canónicos en tonos sepia, apaciblemente muertos. Sus obras, y la alta colina de crítica que han inspirado, son todas material de rigor para las bibliotecas universitarias… y allí los libros suelen quedarse, amarilleándose, desarrollando ese olor propio de los libros muy antiguos de las bibliotecas, mientras esperan a que alguien tenga que hacer un trabajo para el final del semestre. Yo creo que Dahlberg casi tiene razón. Convertir a alguien en icono es convertirlo en una abstracción, y las abstracciones son incapaces de tener comunicación vital con la gente viva.
Y es cierto que hay rasgos de los libros de Dostoievski que resultan extraños y desconcertantes. Es sabido que es muy difícil traducir del ruso al inglés y, cuando uno añade a esto la dificultad que entrañan los arcaísmos del lenguaje literario del siglo XIX, la prosa y los diálogos de Dostoievski a menudo pueden sonar amanerados, pleonásticos y tontos.
Además hay que tener en cuenta la afectación de la cultura en la que habitan los personajes de Dostoievski. Cuando hay algo que les fastidia, hacen cosas como “blandir el puño” o llamarse “bribón” o bien “abalanzarse sobre” el otro. Al hablar usan signos de exclamación en cantidades que ahora solamente se ven en las tiras cómicas. La etiqueta social parece rígida hasta extremos absurdos: los personajes siempre están “pasando a visitarse” los unos a los otros, y “siendo recibidos” o bien “no siendo recibidos”, y obedecen convenciones rococó de cortesía hasta cuando están furiosos. Todo el mundo tiene apellidos y nombres largos y difíciles de pronunciar, además del patronímico, y a veces el diminutivo, lo cual obliga al lector a hacer un diagrama con los nombres de los personajes. Abundan los ignotos rangos militares y las jerarquías burocráticas; además hay distinciones de clase, rígidas y totalmente extrañas, que son difíciles de seguir y cuyas implicaciones son difíciles de entender, sobre todo porque las realidades económicas de la antigua sociedad rusa son tremendamente extrañas (como, por ejemplo, el hecho de que un “antiguo estudiante” indigente como es Raskolnikov o bien un burócrata desempleado como el Hombre del Subsuelo puedan permitirse tener sirvientes).
Lo que quiero decir es que no sólo está el problema de la muerte por canonización: hay problemas reales y alienantes que suponen un obstáculo en nuestra apreciación de Dostoievski y con los que hay que tratar, ya sea aprendiendo lo bastante sobre todas las cosas que nos resulten poco familiares, o bien aceptándolas (igual que aceptamos los elementos racistas/sexistas que hay en otros libros del siglo XIX) y limitándonos a hacer muecas y seguir leyendo.
Pero lo que quiero decir en términos más amplios (y sí, tal vez sea algo más bien obvio) es que hay arte por el que vale la pena hacer un poco de trabajo extra para superar todo lo que obstaculiza su apreciación; y está claro que los libros de Dostoievski bien valen ese trabajo. Y no es solamente por su pertenencia al canon occidental, sino más bien a pesar de eso. Porque una cosa que la canonización y los trabajos escolares ocultan es que Dostoievski no sólo es genial: también es divertido. Sus novelas casi siempre tienen unas tramas buenísimas, escabrosas y complejas, e intensamente dramáticas. Hay asesinatos e intentos de asesinatos y policías y peleas en el seno de familias disfuncionales y espías, tipos duros y hermosas mujeres caídas en desgracia y estafadores empalagosos y enfermedades que consumen y herencias inesperadas y villanos de voz sedosa y conspiraciones y putas.

 

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